martes, 13 de abril de 2010

"Poesía en la basura" (26/03/2010) en el diario digital "Voces de Cuenca".

Abrir un contenedor para depositar la bolsa de basura no tiene nada de poético, al contrario, es un acto cotidiano, rutinario y sobre todo, maloliente. Basura a la basura. Fin de la obra. Y sin embargo, este buscador de olfatos perdidos predica todo lo contrario.

Por Juan Clemente Gómez

Abrir un contenedor para depositar la bolsa de basura no tiene nada de poético, al contrario, es un acto cotidiano, rutinario y sobre todo, maloliente. Basura a la basura. Fin de la obra. Y sin embargo, este buscador de olfatos perdidos predica todo lo contrario. Al abrir la tapa del contenedor las vaharadas fétidas le transportan años atrás, al basurero de la puerta de Valencia, estercolero oficial en la Cuenca de los cincuenta, donde todos los barrenderos descargaban sus grandes carretones repletos de desechos.

Aún pueden verse restos de humo sobre el techo de una pequeña oquedad, antes de llegar a la Cueva del tío Serafín, es el lugar exacto donde en aquella época los zagales pasábamos las horas muertas hurgando con un palo entre la basura, con la ilusión de encontrar algún trozo de metal, clavos, tornillos, chapas, lo que fuera. Todo valía para sacarnos unas perrillas en las cercanas chamarilerías de la carretera de Palomera, antes de llegar a la fábrica de cementos el Porlan .

Hallar un grifo era el premio gordo de la lotería basureril. El cobre se cotizaba muy alto, al igual que el plomo. Era tan grande la necesidad de conseguir una mísera peseta que en ocasiones, los mayores de la pandilla hurgaban con una navaja entre las grandes lañas que aún se pueden contemplar sujetando la balaustrada del puentecillo del Huécar, en la misma puerta de Valencia.

El basurero se convertía en tierra de promisión para nuestros maltrechos bolsillos. Claro que la mayoría de las veces, los bolsillos sólo llegaban a casa con algunos sueltos de las cajas de cerillas, material obligado e imprescindible para jugar al trompo, al gua o al tejo.

Este olfateador, que ya de pequeño tenía afán aventurero, se adentraba con frecuencia en territorio sagrado, debajo de las peñas que sirven de cimiento al Monasterio de los Paules. La basura de los seminaristas era mucho mejor que la de los conquenses laicos, era, por supuesto, una basura celestial.

Olor prohibido para olfatos castos, la basura fermentada producía vahos de esperanza entre la chiquillería, hasta el extremo de considerar el basurero de los Paules como la causa de la curación de mi hermano Antonio, el famoso autor de poesía experimental, pues postrado en cama por una alta fiebre, sólo le mantenía vivo la ilusión de ir al rebuscar entre los desperdicios de los frailes.

Gracias al aprendizaje olfativo en el basurero he podido adaptarme a lo largo de mi vida a situaciones nauseabundas, convirtiéndola en simples avatares de la vida con más o menos impronta existencial, pero sin olor añadido, sin náusea de propina, es el caso de la época de servicio militar en Alcalá de Henares, con los chorretones de detritus de pescado podrido resbalándome por la pechera, o las letrinas rebosantes de los pabellones cuarteleros , o las arquetas de aguas sucias a punto de estallar en la pequeña vivienda de Las Pedroñeras, donde lo mismo te podías encontrar un dentadura postiza que una maquinilla de afeitar, entre los objetos más comunes.

Sólo hay que echarle ilusión a la vida; de una cosa tan común como la basura, también se pueden sacar elucubraciones poéticas, teniendo en cuenta que en el basurero de la Puerta de Valencia, los desperdicios eran más bien escasos, porque la materia orgánica se quedaba en casa para alimentar a las gallinas escondidas en las cámaras o al perro de la esquina, o a los gatos de la señora Emilia, parientes de Zequiel el duende con alas mágicas que aún sombrea por los tejados de Cuenca, la Cuenca de mis olores.

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