sábado, 27 de febrero de 2010

"La noche de los pimientos fritos" (26/02/10) en el diario digital "Voces de Cuenca".
O leer:
Por Juan Clemente Gómez.
Cuando yo era niño, ignoraba que el aporte calórico del pimiento a la dieta es de 27 calorías por cada 100 gramos porque no sabía el significado de la palabra dieta y, sobre todo, porque ya teníamos bastante con las calorías que cogíamos subiendo la cuesta de Botes o las escaleras de las casas, sin ascensor, como está mandado para seguir una buena dieta. Y, por supuesto, no tenía ni la más remota idea de que los pimientos contienen capsacina, un estimulante de la circulación que alimenta el ritmo cardíaco y estimula la sudoración.
Oler a pimientos fritos me lleva irremediablemente a los juegos infantiles y a la calle de la Moneda. Por aquella época ya tenía yo apuntes poéticos y al salir del colegio de D. Roberto , llegaba sudoriento a mi casa y le repetía sin cesar a mi santa madre:

*Tirulirulín tirulirulán
dame la merienda
y me voy a jugar
*Tirulirulín tirulirulillo,
dame la merienda
y me voy al Jardinillo.

Y ya, en el colmo de la inspiración, me arrancaba con este singular pareado consonántico:

*Tirulirulín tirulirulito
dame la merienda
y me voy con Alvarito.

La merienda favorita era un bocadillo de pan blanco, del señor Demetrio, y pimientos fritos.
¡Oh aquellos bocadillos churretosos de aceite, blandos, oleosos, pimientos vivos, en estado salvaje! ¡Todo mi reino por un bocadillo de pimientos! Su perfume salía de la cocinilla de petróleo y, escaleras abajo, se esparcía por toda la calle, un perfume digno de los pomos más sofisticados, perfume válido para las damas encopetadas y actores de Hollywood. (Como en la escuela de D. Roberto no se enseñaba inglés, pronunciábamos como suena : “olivood”.

El aroma de los pimientos fritos, sea cual fuere su ubicación actual y la estación del año, me sumerge en la Cuenca de los cincuenta, en el Jardinillo del Salvador y aquella pandilla infantil donde Alvarito y yo éramos como el último mono y su ayudante. El Jardinillo del Salvador se convertía al llegar la primavera en una turbamulta de chavales que llegábamos de los alrededores de la iglesia y calles contiguas, la cuesta de Botes, las Escuelas, la Moneda, etc... En el Jardinillo estaba prohibido gastar dinero, porque nadie tenía. Lo único que gastábamos eran nuestras energías en jugar, jugar y jugar hasta la extenuación: la carrera de bolas, el gua, las chapas, el clavo, los tres marinos a la mar, el escondecorreas, el pañuelo. De ir detrás de las chicas, nada de nada, como mucho… espiarlas cuando jugaban al “chumbambá tengo una gorra verde" por si teníamos la suerte de verles las braguitas cuando sus faldas daban la vuelta, girando como derviches .

Una noche, la única en mi vida, con tanto juego se me fue el santo al cielo y llegué a las tantas a casa. Nadie me abría la puerta. Horror. Angustia vital por la falta cometida. Mi padre abrió al fin cuando le pareció oportuno, con el brazo extendido y el dedo índice señalando la cama.

Aquella noche, me fui sin cenar a la cama, por jugador empedernido, inconsciente y nocherniego. De nada me sirvió la escasa aportación calórica del bocadillo de pimientos, pues por primera vez en mi corta vida, sentí las caricias del hambre entre las sábanas blancas.

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