martes, 19 de enero de 2010

"Día de visitas" (15/01/10) en el diario digital "Voces de Cuenca"

Ver en su contexto original: http://www.vocesdecuenca.com/frontend/voces/Dia-De-Visitas-vn3273-vst354

O leer:

El plátano no tiene olor, sino perfume. Aspirarlo es volver a Uclés una vez más desde el otoño de 1959 que fui por primera vez. 'In illo tempore', tener visita suponía un gran acontecimiento.

Por Juan Clemente Gómez

El plátano no tiene olor, sino perfume. Aspirarlo es volver a Uclés una vez más desde el otoño de 1959 que fui por primera vez. In illo tempore, tener visita suponía un gran acontecimiento. Lo normal era estar en el seminario desde el principio hasta el final de curso sin salir a casa. Por eso las visitas eran un balón de oxígeno de vital importancia. Siempre llevaré grabado en la memoria el amanecer del domingo de Resurrección, ése fue siempre mi día de visita favorito.

Los meses pasaban uno tras otro sin ver la cara de la familia. Corría el peligro de que se nos olvidaran los rasgos del abuelo, del tío, incluso de los padres, no digamos del bebé recién nacido. Con tal expectación, los padres, debían aguantar a pie enjuto que terminaran las ceremonias religiosas, celebradas con todo esplendor en la iglesia del seminario. Después de colgar (en el buen sentido) la sotana y el roquete, y vestirnos de calle, íbamos al encuentro de nuestros progenitores dudosos si al chico, yo en este caso, le habría salido ya el bigote....


-Esta es mi cama -decíamos a los padres con orgullo a pesar que estaba prohibido llevar a la familia al dormitorio.


-¡Qué bien hace la cama mi hijo! -exclamaba mi madre exultante de gozo.


Después de un breve paseo por el patio y enseñarles la capilla y el refectorio ,llegaba la hora de la verdad...Mis hermanos ,ni qué decir tiene que estaban muertos de envidia, al ver que todas las miradas, elogios y carantoñas iban dirigidos a mi, que para eso iba a ser cura.


-A ver dónde comemos -decía mi padre- que ya va siendo hora..


Digo yo que a mi padre no le debía interesar mucho si su hijo hacía o no bien la cama, o si comía al lado de la pared o junto al púlpito de lectura, pero es sólo un decir.


-Podemos ir a la sala de visitas -le respondía yo, complaciente.


La visita a la sala era obligada. Después de saludar a la señora Cesárea (q.e.p.d.) la portera, nos indicaba que ya no había sitio en la sala oficial de visitas....Y es que aquella sala era para las visitas normales, es decir entre semana. Unas cuantas mesas de estilo renacentista, muy historiadas, aguantaban estoicamente las cestas llenas de comida que traían las sufridas madres de los pueblos, tarteras rebosantes de tortilla, longanizas, jamones, embutidos... Un espectáculo inusual para nuestros ojos, más bien, famélicos... Y es que a la hora de comer, las visitas de los pueblos eran más sustanciosas que las de la capital... una tortillita... un pollo con tomate... unas almendras... poca cosa en comparación con la despensa bien compacta que traían los rurales.


Al final terminábamos comiendo la tortillita y las almendras en el bar del pueblo, que a la sazón no había nada más que uno y se llevaba todo el negocio, sería de la gaseosa por que de lo demás... lo llevaban nuestras madres en la cesta. Un paseíto por las eras para ver dónde jugaba el chico al fútbol (o dónde recogía las pelotas) y vuelta a subir la cuesta del pueblo, hacia el seminario. Como nadie tenía coche(los de los pueblos alquilaban taxis comunales, para eso eran más pudientes) mis padres de capital tenían que esperar el coche de línea. Mis hermanos, impacientes por perder de vista a su hermano usurpador de caricias, se desgañitaban pidiendo a ver cuando salía el coche...


Poco antes de partir era obligada la visita por segunda vez a la habitación y mi madre echaba allí su última lagrimilla, al tiempo que arreglaba el embozo de la cama.


-Te ha salido un poco torcida...hijo, hijo mío.


Por la noche, cuando ya todo había terminado, me quedaba solo con mi nostalgia, mirando una pastilla de chocolate que mi madre había escondido, con toda intención entre las toallas del armario y un buen racimo de plátanos, por supuesto, que daba olor al pequeño habitáculo durante una semana, por lo menos.

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