viernes, 1 de enero de 2010

"Asadura en el umbral" (30/12/2009) en el diario digital "Voces de Cuenca"

En mi casa, cuando yo era pequeño, allá por los años cincuenta, era habitual comer asadura dos o tres veces en semana. Cuando salía de la escuela de don Roberto y entraba en la calle de la Moneda, al acercarme al número catorce empezaba a oler un agradable tufillo a fritanga especial que hacía relamerme de gusto, por la buena comida que me esperaba.
Por Juan Clemente Gómez
En mi casa, cuando yo era pequeño, allá por los años cincuenta, era habitual comer asadura dos o tres veces en semana. Para los jóvenes y niños de ahora que no sepan en que consiste este plato les digo que se le llama asadura al conjunto de vísceras, compuesto por el bofe (los pulmones), el corazón, el garguero (tráquea y esófago) y el hígado, que se mantienen colgando de la tráquea al descuartizar especialmente al cerdo o al cordero.
Cuando salía de la escuela de don Roberto y entraba en la calle de la Moneda, al acercarme al número catorce empezaba a oler un agradable tufillo a fritanga especial que hacía relamerme de gusto, por la buena comida que me esperaba.

Lo reconocería hoy mismo entre mil olores. Ahora, con el paso de los años sé que este plato es comida de pobre. Entonces no lo sabía. Cuando era niño no sabía que en mi casa éramos pobres, como pobres eran todos los niños que íbamos a la escuela de don Roberto, y pobres eran también los niños que iban a las escuelas públicas. En realidad, en Cuenca había muy pocos niños ricos.

Según decían los niños ricos vivían en Madrid. Creo que los niños pobres de entonces hemos sido hombres más afortunados que nuestros coetáneos niños ricos de la época. Nos criamos en una pobreza solemne y de solemnidad, una pobreza rica en matices como el aprecio por los sabores de la pobreza digna, el saber estar ante la necesidad, el saber conformarse con una libreta de pintar para Reyes y una caja de lápices de colores marca “Alpino”, comprada en la librería católica de los santos “Evangelios”.

Mi dulce madre, ahora que está en los cielos, compraba asadura, rica en proteínas, por cierto, como sustituto de la carne, porque en casa no había dinero para comprar chuletas. Mis hermanos sabíamos apreciar el sabor exquisito de la traquea unido a un leve y gelatinoso crujido. ¡Dónde iba a para la textura esponjosa del bofe, anticipo del chicle americano que aún no conocíamos, con la innombrable chuleta, bocado de niño rico y blandengue!
Oler a asadura frita era sinónimo de buena comida, comida rica, plato con pringue para mojar pan, el pan del señor Demetrio, el de la puerta de Valencia.

Oler a asadura aceitosa y ajeril era un placer después de corretear por el Escardillo, jugando a los sueltos y tirando el trompo en la placeta de las Escuelas.

Mucho mejor el olor de la asadura en la sartén que verla colgada en los garfios de las carnicerías del Mercado de la plaza de Los Carros, provinciano, pueblerino y bullanguero. Los niños de este siglo deberían dejarse caer por las carnicerías modernas y pedir con su voz informatizada y electrónica:

-Ha dicho mi madre que me de medio kilo de asadura.

Sería todo una aventura para el niño y para la madre.
La mezcla de los ajetes sin pelar con la plastificada traquea hecha trocitos rebailoteando en el aceite a granel, hirviendo a toda mecha en el hornillo de petróleo es un recuerdo imborrable para el Juan Corriente y Moliente que ignoraba cuál sería su destino en la vida y que no tenía ningún plan para el futuro. Sólo nos conformábamos con seguir viviendo sin pensar en el mañana. Con ir a la escuela y jugar ya teníamos cubiertas nuestras necesidades vitales. La escuela era un hervidero vital, una bulle-bulle infantil e inocente que vivía en el limbo de la felicidad, sin distinguir entre la calidad de una chuleta de cordero, un filete de ternera o un buen plato de asadura. Podríamos añadir al salmo un versículo más:

Dichosos los que aprecian el buen yantar cuando a asadura huelen desde su hogar en el umbral.

En mi casa, cuando yo era pequeño, allá por los años cincuenta, era habitual comer asadura dos o tres veces en semana. Cuando salía de la escuela de don Roberto y entraba en la calle de la Moneda, al acercarme al número catorce empezaba a oler un agradable tufillo a fritanga especial que hacía relamerme de gusto, por la buena comida que me esperaba.

Por Juan Clemente Gómez

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